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Cómo saborear un cuadro. Capítulo “El autor como detalle”. Comentarios
Por Miguel M. Delicado Publicado en Arte en 11/06/2012
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Cómo saborear un cuadro. Victor I. Stoichita

En el desarrollo que vamos a tratar, trataremos de perfilar el paso de un anonimato artístico por motivos tradicionales, relacionados en su mayor parte con el poder y la religión, hacia una mayor libertad autora, en la que no solamente la obra trasciende sino que el artista es parte de ella.

En realidad nos está mostrando el autor cómo los propios artistas del medievo “arriesgan” su identificación mediante la inclusión, de forma digamos un tanto secreta, de su propia imagen o de su nombre en el interior de su “propia” obra. Las comillas de propia son muy justificadas por cuanto siendo la obra de su autoría, la pertenencia no sigue ese “patrón”, y aquí volvemos a situar las comillas con todo su significado irónico.

Tradicionalmente, al artista se limitaba a la confección de la obra, el destinatario, pagador o propietario final se encumbraba todos los derechos sobre la misma, quedando los autores como mera parte de un entramado de desarrollo de la misma. Hasta tal punto era así, que si su gloria y fama estaba justificada, más les valía que existiera la escritura y la mención, que su nombre se hiciera constar en los libros de la época, pues de otra forma el olvido sería la tumba de su nombre y la obra su legado trascendente.

El autor nos va introduciendo en el texto en la forma sibilina de distintos autores para conferirse a hurtadillas la autoría, normalmente en pintura, aunque como veremos más adelante, ya en la escultura antigua se mostraba. El método más fácil, el que pasa más desapercibido y que además se justificaba por la realidad representada, era la utilización de la reflexión, bien por elementos ocasionales presentes en el cuadro (un escudo, un recipiente, etcétera), bien por la representación de un espejo adrede en la escena, o la elección sibilina del autor de ese marco escénico que le confería la posibilidad de utilizar ese espejo.

La manera de incluir la autoría podía conferirse de dos formas; la imaginaria o la signataria. En el primero, el autor incluía una representación de su propia imagen parcial o total  y en el segundo su nombre o seudónimo artístico.

Tanto en una como en otra forma de “firmar” la obra, fuere en escultura, pintura o arquitectura (esta última ya se confiere por el estilo), el artista necesitaba que tan maravillosa obra pasase a la posteridad como su propio legado y no como la obra perteneciente a… Esta cuestión no es baladí, pues estamos hablando de personas que dedicaban muchísimas horas de su vida, muchísimo esfuerzo y recursos intelectuales y artísticos a obras que, una vez terminadas, han conseguido encandilar a generaciones posteriores hasta conferirse de motu propio su estatus de permanencia en el tiempo.
Evidentemente la Edad Media no es donde se comienza a utilizar esta digamos técnica de identificación, como se nos comenta el texto, ya Fidias utilizó su propia imagen en su escultura (lo cual no pareció de buen agrado), pero si nos vamos un poco más adelante en el tiempo, qué podemos decir de las autenticaciones tituli picti de las ánforas de época romana, o incluso más atrás si vemos en Mesopotamia las primeras firmas de elaboración de tablillas comerciales, etcétera.

Con todo esto debemos decir que no es la Edad Media el inicio, pero sí el “puente” que dará lugar al desarrollo normalizado por el cual la obra se une al artista y este a su obra, de tal forma que la última quedará desligada cada vez más (conforme pase el tiempo), del adquirente, y cada vez más unida a su autor como si de un hijo se tratase.

En las obras que nos menciona el texto, la inclusión de lo que llamaremos a partir de ahora firma, es casi secreta, muy sibilina, pero al tiempo muy trascendente, pues el utilizar el reflejo le permite justificar la firma, acomodar el ambiente y la escena conformando un todo en uno, en el que la firma imaginaria o escrita es parte del realismo de esa obra. Así, en los ejemplos, la testifical del hecho Arnolfini nos indican que no parece ser tanto una firma como esa misma testifical, pero en cualquier caso nadie estuvo en la cabeza del pintor para cerciorarse de que su verdadera intención no fuera pasar a la posteridad. Y es que este asunto es de una suma importancia, pues quién podría realizar una obra como La Piedad, por ejemplo, y una vez terminada dejar en manos de la buena voluntad que se supiera siglos más tarde que un tal Miguel Ángel Buonarotti dedicó su sapiencia a tal genialidad… o no se supiera nunca.

Evidentemente el autor necesita un reconocimiento, el trabajo necesita recompensa, y la genialidad que mencionamos necesita una correlación autora. Los artistas fueron poco a poco adentrándose en esa escabrosa misión, la Edad Media y su tradicionalismo religioso no eran precisamente una “alfombra” de camino hacia ello, pero la genialidad surgió dentro del propio arte, las caras miniaturizadas fueron apareciendo por reflexión totalmente buscada, y con esa virtuosa forma de firmar, nos decían… “Aquí estuvo…”.

Detalle de autoría en obra de Van Eyck. Matrimonio Arnolfini

Inicialmente, la conformación de los gremios de artesanos dio un papel más importante al artista, que ahora adquiría una preponderancia en la sociedad feudal y dentro del propio gremio. La genialidad, o la destreza sin más de algunos de ellos, hacía que pasasen a depender económicamente de sus mecenas, de los encargos de estos mismos para sí o para otros (como regalos cortesanos o de la nobleza), y ello contribuyó notablemente a su prestigio socio-artístico. Pero aún así, lo que trascendía al futuro seguía siendo la obra en sí y no su autor. Por ello, estos tibios intentos de mostrarse a las generaciones venideras fueron aportando esa libertad, ese individualismo artístico y reconocimiento social del que hablamos.

El humanismo se mostraba también con la separación del concepto de las Bellas Artes respecto de la artesanía tradicional, incluyéndose estas obras majestuosas de la pintura y la escultura, de la que el texto nos muestra algunos ejemplos, en esa nueva tendencia de la belleza.

Por tanto, los artistas ya más independizados, utilizaron esa forma de tender el puente que antes comentábamos, primeramente en lo ínfimo, en la miniaturización, en lo más recóndito, pero ello dará como consecuencia la firma abierta, incluso el autorretrato en épocas venideras, lo que demuestra que ese pequeñísimo avance de mostrarse en la propia obra sirvió como canalizador de una tendencia que daría como resultado una nueva forma de mencionarlas: La última cena, de Leonardo Da Vinci. Dos segmentos inseparables; obra y autor. Curioso es que hasta cuando se desconoce la obra se añade “Anónimo”, pero se añade el segundo segmento aun así. El avance estaba hecho y en la Edad Media del “retroceso”.

Finalmente, podemos aducir que es la propia esencia del artista y del hombre en general, la que pugnaba por ese reconocimiento, dignificación de su conocimiento y trascendencia de su autoría más allá de su contemporaneidad.

La consecución de la eternidad de la obra debe conllevar su autoría: La Piedad, de Miguel Ángel Buonarotti; El Grito, de Munch;  La Sagrada Familia, de Gaudí… y así debe ser.

La obra no lo sería sin su genio, demos al rey lo que es del rey (la obra que ha comprado) y a dios lo que es de dios (la genialidad está más cerca de esa divinidad) , pues la belleza de esas obras agrada nuestra inteligencia al verlas y mueve nuestra voluntad de saber quién fue el genio que las realizó… realmente nos importa muy poco quién las compró. Al menos a mí.

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